Entreacto - Ángel González
- Sebastián Porrúa
- 6 de fev.
- 2 min de leitura
Atualizado: 10 de fev.
Nuestra relación con la vida está amortiguada para que no sintamos la plenitud del miedo y la tristeza de saber que un día perderemos a los seres queridos y moriremos nosotros también. Nos hemos anestesiado porque cuando de pequeños comprendimos la mortalidad realmente no éramos capaces de lidiar con ella. Como no podíamos soportarlo bloqueamos ese miedo y tristeza. Al hacerlo cerramos también partes valiosas de nosotros, sensibles, partes que nos hacen sentir plenamente la vida.
Para poder vivir plenamente hay que aceptarlo todo. Intelectualmente todo el mundo sabe que la vida va a acabar, pero hay que sentir en el cuerpo la transitoriedad de la vida para que ese conocimiento se vuelva transformador. Las verdades tienen que ser sentidas para ser relevantes.
Reconociendo nuestros miedos más profundos, amando y cuidando nuestras vulnerabilidades más delicadas, comenzamos a liberar la carga. Al final es acogiéndolo todo donde está la salida, para de nuevo sentir toda la vida de golpe, rindiéndole los honores, alabándola, decidiendo cuidarla, reconociendo que todo importa, que la eterna despedida es la otra cara de una presencia magnífica.
ENTREACTO
No acaba aquí la historia.
Esto es sólo
una pequeña pausa para que descansemos.
La tensión es tan grande,
la emoción que desprende la trama es tan
intensa,
que todos,
bailarines y actores, acróbatas
y distinguido público,
agradecemos
la convencional tregua del entreacto,
y comprobamos
alegremente que todo era mentira,
mientras los músicos afinan sus violines.
Hasta ahora hemos visto
varias escenas rápidas que preludiaban muerte.
conocemos el rostro de ciertos personajes
y sabemos
algo que incluso muchos de ellos ignoran:
el móvil
de la traición y el nombre
de quien la hizo.
Nada definitivo ocurrió todavía,
pero
la desesperación está nítidamente
dibujada, y los intérpretes
intentan evitar el rigor del destino
poniendo
demasiado calor en sus exuberantes
ademanes, demasiado carmín en sus sonrisas
falsas,
con lo que —es evidente— disimulan
su cobardía, el terror
que dirige
sus movimientos en el escenario.
Aquellos
ineficaces y tortuosos diálogos
refiriéndose a ayer, a un tiempo
ido,
completan, sin embargo,
el panorama roto que tenemos
ante nosotros, y acaso
expliquen luego muchas cosas, sean
la clave que al final lo justifique
todo.
No olvidemos tampoco
las palabras de amor junto al estanque,
el gesto demudado, la violencia
con que alguien dijo:
«no»,
mirando al cielo,
y la sorpresa que produce
el torvo jardinero cuando anuncia:
«Llueve, señores,
llueve
todavía».
Pero tal vez sea pronto para hacer conjeturas:
dejemos
que la tramoya se prepare,
que los que han de morir recuperen su aliento,
y pensemos,
cuando el drama prosiga y el dolor
fingido
se vuelva verdadero en nuestros corazones,
que nada puede hacerse, que está próximo
el final que tememos de antemano,
que la aventura acabará, sin duda,
como debe acabar, como está escrito,
como es inevitable que suceda

Estoy haciendo las paces con todo. Con la vida. Moriremos, yo, y todos mis seres queridos. La muerte está siempre ahí. No es un acto heroico lo que nos salva, no es luchar contra el miedo y vencerlo, sino abrazarlo. Ahí está el coraje, en bajar los brazos. Aceptar la vida, tal y como la encontramos, sin excusas, sin pedir explicaciones, sin negociar con las mentiras.
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